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Fecha: 24/10/2013 a 23/02/2014
Horario: 01:00

Mitologías

Manuel Vilariño, tanto en sus fotografías cuanto en sus poemas, ha desplegado una estética que sedimenta el drama y el duelo, las potencias vitales y la pulsión tanática, el fulgor de lo sublime y la esperanza de que algo suceda en ese claro del bosque solitario.

Su imaginario se ha movilizado por cuestiones emotivas, como en sus intensos retratos femeninos o en la serie portentosa de las Bestias involuntarias, donde el animal se pone en relación con la herramienta, como si estuviera liberalizando la tensión entre tierra y mundo sobre la que Heidegger meditó en El origen de la obra de arte. La pasión metafórica de Vilariño le lleva a perseguir constantemente una dimensión originaria de la alteridad, a tratar de atrapar, con la astucia del cazador, la vida.

Manuel Vilariño está, en todos los sentidos, atento a lo que aparece, tensado en el tiempo sombrío de la aparición. Si ha mencionado en distintas ocasiones la importancia que tiene para su estética la escritura de la aurora de María Zambrano, también se podría considerar que su mirada está atenta a los mínimos resplandores, a los signos fantasmales y apenas perceptibles, perdidos en la memoria, evocados nostálgicamente, como el parpadeo de las luciérnagas. Seguramente Manuel Vilariño comparte con André Breton la intención de no dejar que se enmarañen los caminos del deseo, cuando lo que uno busca es contemplar lo que vuela y la presa fundidos en un resplandor único. Los acontecimientos del arte se asemejan a una canción de centinela para ahuyentar los miedos en la espera. Aquí el acecho no surge, ni mucho menos, de la indiferencia, sino de una pasión guiada por las huellas que, en verdad, son para siempre enigmas. A partir de esas huellas, Vilariño elabora su mitología personal, que no se repliega en el modo del solipsismo sino que reelabora imágenes arquetípicas y nos introduce, en cierto sentido, en el inconsciente colectivo.
En el caso de Manuel Vilariño el mito tiene que ver con un acto decidido de separación con respecto al flujo informativo, pero sin caer ni en la nostalgia del simbolismo clásico ni en la ficcionalización de un futuro distópico. En realidad, lo que está reivindicando Vilariño es, más que una mitología definida, un conjunto de obsesiones, porque finalmente es ahí donde está la materia del arte. Puede que sus fotografías tengan carácter apotropaico (como aquellas imágenes que, en el mundo romano antiguo, servían para conjurar, alejar o anular los malos espíritus). Son imágenes que nos plantean el enigma de la inmaterialidad de la materia, forzándonos a captar su respiración. Toda su obra es un recuerdo de sombra, remembranza originaria de la Pérdida, esto es, abismo de la melancolía.

Contemplando los animales muertos de Vilariño, retratados de forma monumental o colocados sobre lechos de especias, da la impresión de que estuvieran entregados a la ensoñación. Esos seres no revelan el estado de putrefacción, como si Vilariño quisiera sustraer al cadáver de ese crudo proceso que lo descompone. Tal vez aquello a lo que está, en todo momento, aludiendo, sea a lo que se conserva gracias a la sombra, a la tierra como reserva poética y vital, al vacío que permite la articulación del deseo. Existe una enigmática y hermosa canción de la tierra, y este fotógrafo acoge, en el seno de la serenidad contemplativa, el más hondo de los impulsos poéticos.


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