Cineclub: Al azar, Baltasar en Pontevedra
(Au hasard Balthazar, 1966), de Robert Bresson VOSE
Se narran los avatares existenciales de Baltasar, un burro que tras vivir sus primeros años junto a Marie (Anne Wiazemsky), pasará de mano en mano en función de las circunstancias y el azar.
No existen películas mejor montadas que las de Robert Bresson. La sutilidad del raccord es ejemplar, y la correspondencia entre los distintos planos siempre resulta adecuada. Utilizando sus propias palabras: “las personas se enlazan unas con otras y con los objetos a través de las miradas”. Mediante un montaje que permite que la narración fluya de manera diáfana, armoniosa. Cinematográficamente hablando, Au hasard Balthazar supone un filme de una pureza absoluta. En él no caben ornamentos de ningún tipo; ni a nivel formal, ni dramático ni narrativo. Todo es puro y preciso en su concepción jansenista de cine y realidad.
En Al azar, Baltasar, el autor de Pickpocket prescinde de una línea narrativa convencional, optando por plasmar fragmentos de las vidas de Baltasar y Marie (magistral uso de la elipsis), cuyos destinos no siempre se mantienen unidos, pero muy a menudo convergen. Tanto el uno como la otra, llevarán una existencia desgraciada a su manera. A lo largo de la película (y de los años), Baltasar irá cambiando de dueños y desempeñando diferentes funciones: desde ser un compañero de juegos más durante la infancia de Marie, hasta convertirse en medio de transporte para mercancías de contrabando, pasando por atracción circense o simple fuerza de tiro. Con estoica resignación, el animal, testigo silencioso de cuanto a su alrededor acontece, soportará los caprichos y maltratos a los que lo someten la mayoría de sus poseedores. Desde una perspectiva teológico-jansenista, Bresson nos muestra a Baltasar como un ser inocente y puro dotado de la “gracia eficaz” que garantiza su salvación. Por contra, sus dueños (incluida Marie, que mantiene una relación destructiva con el joven delincuente Gérard) son mostrados como individuos contaminados por el pecado original y tendentes a lo que la doctrina jansenista denomina delectatio terrestris o gusto por las cosas terrenas: el orgullo, la maldad, el sexo, las posesiones materiales, el dinero, la violencia, el placer por la bebida, etc. La obra, por tanto, trasciende los límites del drama existencial y el maltrato animal, para transformarse en una fábula religiosa contemporánea.
El segundo movimiento (andantino) de la Sonata para piano nº 20 en la mayor D. 959, del compositor austríaco Franz Schubert, acompaña extradiegéticamente algunos de los momentos más bellos y conmovedores del filme que nos ocupa: uno de los más depurados de la filmografía del cineasta francés. La ascética jansenista da lugar aquí a una sobriedad formal extrema, sólo al alcance de otros maestros como Carl Theodor Dreyer o Yasujiro Ozu.
Cine trascendente y gestual que parte de la renuncia para acercarse al misterio interior de las personas y de los objetos. Volviendo a las palabras de Bresson: “No filmar para ilustrar una tesis o para mostrar a hombres o mujeres limitados a su aspecto externo, sino para descubrir la materia de la que están hechos. Alcanzar ese ‘corazón’ que no se deja atrapar ni por la poesía, ni por la filosofía, ni por la dramaturgia”.
Cine severo elevado a la categoría mayúscula de ARTE. Cine en el que lo invisible se manifiesta a través de lo visible. Cine y sólo cine. Algo que únicamente Bresson y unos cuantos autores más han conseguido desde la invención del cinematógrafo